lunes, 21 de enero de 2019

Pesadilla de Grandezas


Siguiendo el hilo, llego al comienzo de mi sueño. Del que ya terminé de tener, pero cuento desde el principio para no quedarme en blanco en su recuerdo, aunque yo sea quien lo soñó.

Una gran verja de hierro se abrió frente a mí y desde el otro lado, desde la oscuridad de la selva, llegaron aromas espesos que me hicieron pensar en la indivisibilidad de los conceptos “muerte en la vida y vida en la muerte”: lo que es y lo que no es. Me agradaba el pensamiento, pero no sabía muy bien lo que quería decir, aún menos en un sueño. Medité.

Traté de aferrarme a la idea de que aquello no era una pesadilla; de que, de todo eso, sacaría conocimientos porque lo contrario era incómodo; de que estaba dormido y pronto despertaría y respiraría aire fresco. Pero las notas enérgicas y grandilocuentes de la sonata y fuga en Re menor de Johann Sebastian Bach (¡nunca había soñado con música en sueño de dormido!) irrumpieron invadiéndolo todo y me engulleron como si fuera un monigote inútil; como si no tuviera, yo, por decreto, un lugar en el mundo para la paz en el pensamiento. Para el silencio eterno, aunque éste dure solo unos minutos.

La orden de adorar al Dios de los que están despiertos se desvaneció allí, en la pesadilla, y apareció Nzambe Mokili -La Diosa Tierra- que es un verdadero ser supremo para el hombre porque es, ella, quien lo creó; y quien le cuida, le protege y le alimenta; o le destruye cuando el pequeño ser se engrandece a sí mismo, se cree el dueño de la vida y de la muerte y opina -o cree saber- que La Tierra le pertenece a él y no es, él, quien pertenece a Mokili, La Tierra.

Me sentí lanzado dentro de un torbellino de nada, cercado por la música que ahora lo envolvía todo. Era el caos. Todos mis sentidos se pusieron alerta y los pelos -hasta los que ni sabía que crecían en mi piel- se erizaron, irrumpieron en ella y se aterrorizaron ante lo que estaba viviendo en la soledad de mi sueño mientras me contorsionaba como una cinta de papel que se rizara en serpentina.

La música envolvió mi cubículo y fuera de él todo se convirtió en silbido, zumbido, viento, huracán, ruido… que ocupaban todo el silencio hasta hacerme ensordecer y no dejarme escuchar nada.
- ¡Me siento grande! ¡Soy el más grande! -pensé.
- ¡Soy yooooo!

Llegaron volando un botón, una aguja con un hilo enhebrado y un dedal. Pensé que era lo normal porque -no me acordaba- se me cayó el botón de más arriba de la camisa y por ahí podría contraer unas anginas que, yo lo sabía hasta despierto, es mi punto más débil. Me quité la camisa, cosí el botón usando el dedal que miré fijamente durante toda la operación para no pincharme. Cuando de nuevo me iba a poner la camisa, se soltó, esta, de mi mano; se escapó, voló y desapareció porque iba más rápida que yo. No me preocupé; sabía que, en el túnel del tiempo donde yo estaba, todo reaparece. Cuando la encontrara ya tendría el botón cosido. 

Me preocupé. ¿Era, esa, mi selva o me había perdido?
- ¡Quiero volver!, grité.

Ya no percibí las carcajadas de las hienas ni los rugidos del león que, asustados, se tuvieron que conformar con escuchar la nueva música, el sonido, el ruido. ¿Pero acaso había, yo, oído a los animales? ¡Claro que sí! Así tenía que ser porque, si no, no me habría dado cuenta de que ya no se oían.

Y ya nunca volverían a ser, las cosas, como fueron. El sol concibió una nueva Creación, se asomó y quiso extender su fulgor a través de los espacios abiertos entre las nubes*que querían taparlo y no dejarle pasar. Pero este (el fulgor con sus rayos) las apartó. Ni la tierra, ni los dioses, ni el amor volverían a ser como antes, porque se estaban perdiendo (de perderse, de perdidos…) y me encontré en las calles de una gran ciudad de edificios rascacielos. Me ahogaban, me oprimían. Hasta que llegué a un gran parque, al lado de una iglesia.

Una iglesia del Dios único existente: el que mata y crea; el que destruye al león o al elefante, prende fuego a los bosques, permite las muertes por hambre, hacina a los hombres en colmenas y protege la vida de los que no tienen nada para que sean conscientes, durante más tiempo, de que no tienen nada. Los que tienen todo, ya saben cómo protegerse. Sonaron, las campanas de la torre de la iglesia, muchísimo más baja que los edificios que la rodeaban.

Las sombras de la noche recortaron las siluetas de los árboles del parque. Estos crecían* sin morir* hacia allí arriba donde había una oquedad del cielo por la que La Sonata se fugaba, en Re menor, a las estrellas. Entre ellas (las siluetas) lucía, la luna, que quise pensar que iba a llorar de emoción. Pero su rostro se iluminó.

Hice un esfuerzo para no soñar porque no quería tener pesadillas. Usé mi fuerza de voluntad para despertarme. No lo conseguí. Crecí de tamaño y me hice grande. Me convertí en el Señor de los mosquitos y de las hormigas locas. Con mi poder omnímodo sobre ellos, me vi extendiendo los brazos y arrebatando sus vidas para que no me picaran, para que no me chuparan la sangre, ni se pasearan por mis paredes o pretendieran adueñarse del pan o del azúcar de mi alacena. Porque yo era su Dios y quererme quitar lo mío era una herejía; una falta grave que no podía permitir si quería pensar que tengo poder sobre alguna cosa.

La sombra de mi voluntad se irguió sobre ellos que, igual que la humanidad, ignoraban las consecuencias de no respetar mi ley. Fumigué: se fueron muriendo, los mosquitos más que todos, y las hormigas locas huyeron. Y en el entretanto, me di cuenta de que me iba envenenando con el producto insecticida. Me costaba respirar. Me ahogaba.

Desperté con una sacudida.
- ¡Socorr…!
¡Menuda pesadilla! -me dije.
Volví a pensar, esta vez despierto.
¿Compensa, o no, sentir el poder y saber que se cumple la voluntad de uno, aunque, con ello, se vaya, ese uno, consumiendo?
Morir con el poder…
Porque, al fin y al cabo, todos hemos de morir.
Morir sin poder.
¡Qué tontería! 

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